La Cultura de la Paz, Discordia Federal

El gobierno tuvo su origen en el propósito de encontrar una forma de asociación que defendiera y protegiera la persona y la propiedad de cada cual con la fuerza común de todos».

Juan Jacobo Rousseau

Hoy elige el pueblo norteamericano a quien habrá de gobernar su país a partir del 20 de enero del 2021. El proceso electoral ha estado impregnado de discordia, actos de odio y por ello muchos han optado por proteger sus locales y establecimientos, colocando tapias, para evitar los posibles destrozos que puedan ocurrir por actos de violencia.

Mientras tanto, en nuestro país, el desgaste de las palabras, la censura y descalificación de la crítica propician un ambiente de encono y de discordia inconveniente para todos. La promoción del odio hacia personas, instituciones y grupos, así como la política sectaria y divisionista han provocado, entre otras cosas, que algunos gobernadores que integran el grupo autodenominado Alianza Federalista hayan expresado su propósito de abandonar el pacto fiscal.

En los dimes y diretes, en el diálogo de sordos, se han interpretado esas expresiones como un riesgo de secesión, que significaría la separación de una parte del pueblo o del territorio para formar un estado independiente o unirse a otro estado.

México está organizado en un sistema federal que tomó como modelo al de los Estados Unidos de América y fue adoptado en nuestra primera Constitución, de 1824, y lo confirmaron las posteriores constituciones de 1847, 1857 y 1917.

A diferencia del sistema federal de nuestros vecinos del norte, que surgió de una confederación que a su vez fue posible de la unión de trece colonias, el nuestro se construyó a partir de una sola colonia independizada, con un régimen de gobierno centralizado.

No debe olvidarse que Santa Anna, por un juego absurdo de vencidas y supuesta popularidad, impulsó en 1836 la constitución conocida como Las Siete Leyes o Constitución de Régimen Centralista que provocaron la declaración de independencia de Texas, Tamaulipas y Yucatán. Santa Anna fue el presidente cuyo legado histórico es la pérdida de territorio y población.

En realidad, no hemos logrado consolidar una federación, hemos transitado por etapas más centralistas que otras, así como por acciones gubernamentales de descentralización. El sistema federal, sin embargo, no produce por sí mismo la descentralización del poder ni la expansión productiva.

Una de las características de nuestra República federal es que reconoce los distintos órdenes de gobierno –federal, local y municipal—, por ello existen también diversas investiduras: la del Presidente y la de los Gobernadores, entre otras, independientemente de que quien la ostente sea de nuestra simpatía personal o no.

El Pacto Federal, nuestra esencia como Estado, es mucho más que una lucha partidista.

Desde el inicio de la actual administración hemos visto acciones de centralización y concentración de decisiones y recursos que se sustenta en la debilitación y en la supresión de instituciones, programas y partidas presupuestales.

Ello es un caldo de cultivo en el que la violencia aumenta, sobre todo al profundizar la polarización institucionalizada desde el discurso que la alienta, además de propiciar la discordia.

Quien pone en riesgo a la República es el gobierno federal, parece olvidarse que no estamos en una relación de un monarca frente a vasallos o súbditos. Vivimos en una República y su gobierno está a cargo de ciudadanos comunes y corrientes. Es responsabilidad de cada integrante del gobierno ganarse la confianza y el respeto a su persona y a su cargo.

Uno de los efectos de la caída económica propiciada desde 2019 y debilitada aún más por la crisis de salud pública que nos aqueja, es la angustia en los tres órdenes de gobierno pues se traduce en una menor disposición de recursos para atender la seguridad, la salud y el sustento de la población.

Ello revela que las partes en conflicto, Presidente y Gobernadores, necesitan lo mismo: recursos financieros. Por ello es recomendable actuar en un marco de cultura de la paz en el que se propicie la coincidencia de valores y principios. La mediación puede ser una vía de solución, sobre todo si se le considera como una actitud constructiva.

Disipar la creciente discordia sólo será posible con diálogo más que con el monólogo burocrático, diálogo en el que se premie la verdad que revele la realidad y permita transformarla o corregirla. Si ello se hace posible podrá arribarse a un acuerdo que sea justo, equitativo, duradero y estable. Eso es lo más deseable y recomendable en beneficio de todos, sobre todo de los gobernados.

No es aceptable que el estado social y democrático de derecho que hemos construido y consolidado en las constituciones que nos hemos dado, se deteriore y menos que se desmantele.

El Estado no debe limitarse a ser un estado neoliberal, confinado al mercado y sólo con funciones subsidiarias, pero tampoco se quiere un estado interventor que tome para sí lo que no le es propio y pretenda asfixiar a la clase media, principalmente. Necesitamos un estado justo que impulse la igualdad y la armonía que sea capaz de salvaguardar en los hechos la paz y seguridad de la sociedad, que apoye a los pobres e impulse la prosperidad.

Para ello es indispensable que el Presidente actúe como experto en los asuntos de Estado, como estadista.

El Estado está obligado a atender los aspectos económicos nacionales, no es prudente atender y cuidar sólo los negocios públicos, no puede perderse de vista que más del 80% de la riqueza en nuestro país, es generada por la empresa privada y millones de trabajadores que participan y viven de ese esfuerzo conjunto.

Como hemos sostenido, vivimos en un mundo en el que la concordia, cualidad positiva cercana a la bondad, es un distintivo que se debilita peligrosamente.

Parece olvidarse que la concordia es indispensable para comprender a nuestros semejantes, que la generosidad da sentido a la coexistencia y que la solidaridad se expresa cuando se tiende la mano a quien lo necesita.

La realidad que impone la nueva normalidad exige que todos propiciemos una convivencia en armonía, en una cultura de la paz, debemos evitar que la creciente discordia se trasforme en odio que puede salirse de control.

El economista