En Zacatlán hacemos relojes para sentir el tiempo a golpe de manecillas, para tenerlo cerca y no dejar que se vaya demasiado lejos o demasiado aprisa.
Solo que la gente de Zacatlán comenzó a hacerlo de manera monumental desde el principio del siglo xx, cuando don Alberto Olvera Hernández se dio a la tarea de fabricar enormes, grandilocuentes relojes. Y los suyos fueron adornando iglesias y torres y plazas, primero en México, después en el extranjero. El nombre que llevan es Centenario.
Sus hijos aprendieron el oficio y ahora son sus nietos, Luis y José Luis Olvera, quienes se hacen cargo de la heredada fábrica que a partir de 1993 es también el museo. Así que quien aquí entre ha de encontrarse con los relojes en plena producción; sabrá que si bien el abuelo solo hizo mecánicos, las generaciones siguientes tenían que desarrollar necesariamente sistemas mecatronizados.
Y mientras la manufactura continúa, la museografía vuelve hasta los más antiguos relojes –aquellos que se valían del sol, las sombras, el agua, la arena y el fuego para medir el tiempo–, pasa por los relojes monumentales y aquellos destinados a adornar paredes, y termina por mostrarnos cómo la necesidad de llevar el tiempo a todas partes acabó en relojes sostenidos por leontinas y relojes de pulsera (Nigromante 3; L-V de 10 a 17 h, S y D hasta las 15 h).